«Mi mayor preocupación es que se está ignorando a los niños en el debate actual sobre matrimonios entre personas del mismo sexo». Es una declaración de Dawn Stefanowicz, una mujer que a sus cuarenta años sigue cargando con el recuerdo de una infancia marcada por la homosexualidad activa de su padre.
En el libro Out From Under: The Impact of Homosexual Parenting (Annotation Press, 2007) Stefanowicz reconoce, entre otras cosas, la necesidad que tuvo de afecto y seguridad por parte de su padre. La constatación de la autora es clara: las víctimas reales y perdedores de la legalización del así llamado matrimonio homosexual, son los niños. Y ante ello, se plantea: ¿qué esperanza puede ofrecerse a niños inocentes sin voz? La interrogante acusa un llamado a las autoridades para que defiendan el verdadero matrimonio entre hombre y mujer y excluyan, por el bien de los niños, cualquier otra forma de equiparación.
El reconocimiento jurídico de parejas del mismo sexo en varios países del mundo, está decantando en la exigencia de adopción ante la imposibilidad natural de concebir. En no pocos lugares, sus pretensiones han sido escuchadas y hoy están cobijadas por la ley al grado de obligar a instituciones a dejarles a niños bajo tutela.
Más allá de un juicio multidisciplinar sobre la homosexualidad, se impone la pregunta sobre la base en que se apoya este «derecho» a adoptar. Es más, ¿hay efectivamente un derecho para que este tipo de parejas lo hagan y, si existe, dónde queda el derecho de los niños a nacer y crecer en una familia según las leyes de la naturaleza?
Los homosexuales suelen apelar a un pretendido derecho a tener descendencia, lo que justificaría buscar los medios necesarios para tener un hijo: desde la adopción hasta la renta de donadores de esperma, si se trata de mujeres, o de óvulos y vientre, si se trata de hombres. Un planteamiento así presente varias objeciones:
En primer lugar, una demanda así, responde a la lógica de la producción y del dominio y no a la del amor y la donación. El niño se considera un objeto que no nace como don de amor sino como exigencia de un deseo. La vida humana proviene naturalmente del amor que se expresa sexualmente entre dos cónyuges unidos en matrimonio; sólo la unión afectiva-espiritual entre el varón y la mujer implica la posibilidad de la vida.
Desear un hijo no implica un derecho a tenerlo. Un hijo no puede ser querido como objeto de derecho pues tiene dignidad de sujeto; y como sujeto, sí tiene derecho a ser concebido en pleno respeto a su dignidad de ser humano.
Aun en las parejas heterosexuales que experimentan un fuerte deseo psicológico para procrear, no hay una necesidad vital para hacerlo. Nadie muere ni pone en peligro su salud física o psíquica si no tiene hijos.
No hay un derecho a tener un hijo pues ninguna persona es debida a otra como si fuese un bien instrumental. Por tanto no existe un derecho a «tener» un hijo a cualquier precio. Eso significaría ir contra su dignidad.
Los países que están legislando a favor de la adopción por parte de personas del mismo sexo, están olvidando los legítimos derechos que tienen los niños a crecer y desarrollarse en núcleos adecuados a su condición de seres humanos con una naturaleza que precisa de la figura y papel de una madre y un padre. Si tan grande es la sensibilidad que hay hacia la protección de la infancia en todo el mundo, ¿por qué no se les pregunta a los que van a ser adoptados si desean tener una mujer a la cual llamar mamá y un hombre al cual llamar papá o dos mamás o dos papás?